Cuando pienso en ella, me lleno de estupor. ¡Tanta dulzura y fortaleza en un mismo corazón! Cuando pienso en ella, me lleno de admiración, por ser el roble que me sostiene y el pétalo más suave de amor. Cuando pienso en ella, me brota una oración, profunda como su huella y transparente como su don.

Ella es perfume, fragancia de Dios en este mundo. Perfume que embriaga y consuela, embelesa y alegra, sostiene, inspira, crea…. Por ella pienso en ti, Dios mío. Pienso en ti, en este día tan bendecido, para agradecerte por este regalo tan sublime. Pienso en ti para pedirte que la protejas y fortalezcas, para decirte que estoy en deuda por tan gran derroche de ternura, por tan gran tesoro de donación. Pienso en ti con una lágrima emocionada, con la mirada húmeda y una sonrisa en el alma, por ser ella el don que jamás humano alguno pudiera aspirar a merecer.

Sin ella, el mundo no se entendería a sí mismo. Ella es el amor que nos orienta, el amor que nos enseña el arte más sublime de esta vida, el arte de la vida que es el arte de amar.

Por todo ello, cuando pienso en ella, descubro que no hay tesoro con más riqueza en esta tierra, que no hay diamante con más iridiscencias, no hay estrella que inspire como ella, no hay amor que a Dios tanto se parezca.

Pienso en ella, que es la causa de tanta riqueza y belleza que cada hijo en sí mismo pueda poseer. Así, mi pensamiento a la eternidad se eleva, y este sentimiento se transforma en poema, cuyo lirismo, por ella, en oración sentida te llega.

Bendícela, Señor, a ella, que ha sido la sonrisa de mi existencia. Bendice sus fatigas que por amor cada día enfrenta. Bendice sus lágrimas, sinónimo de entrega, de luz y de infatigable presencia. Imploro, Señor, de tu infinito amor tus dones más preciados, para ella que, con todo cariño, respeto y admiración tengo la fortuna de llamar: ¡Mi Madre!                                                           
P. Pablo Yeudiel González Cuéllar, LC